el relato que Kymm escribió durante la ExpoArt al Carrer
Esculturas
Aquella cosa de madera, que tenía expuesta en la estantería como una pieza de arte moderno –a mí me parecía más bien una reliquia religiosa– no me dejaba dormir. Una vez liberados los cajones de la cocina de sus complicados artilugios y cachivaches de William Sonoma; una vez ordenada su ropa -¿y si confieso haber guardado unos calzoncillos bóxer limpios en su cajón de la cómoda?- me tocó designar ciertos beneficiarios. Mi papá recibió un abrigo de lana, le di a su hermano unos zapatos sin estrenar, y me guardé un par de camisetas para mí.
De sus libros no leería ninguno. La mayoría tratados económicos, sobre el marxismo o la revolución cubana, acabaron todos en la basura. Sin disculpas: al container. Me guardé los que nos habíamos regalado en un estante especial que vacié, dejando los títulos a la altura de los ojos.
Puse las cerámicas de su madre muerta en el estante más alto, donde nunca miro. Así no me fijaría en su acumulación de polvo.
Cuando acabé con todo aquello, fue hora de ocuparme de su sofá. Porque era demasiado viejo para seguir en ese estado, y no tenía sentido tapizarlo, al final opté por comprar otro del mismo tamaño, forma y color.
Se guardaron fotografías en cajitas. Algunos recuerdos de su familia –¿por qué había tantas tarjetas funerarias?- se escondieron en cajones, y se acabó. Hasta que saltó a la vista el pedazo de madera.
Debo admitir que no me había fijado en ello antes. Cuando miraba, solo veía un trozo de madera que parecía acompañar la escultura de la Mujer Embarazada (Será Niño) que habíamos comprado en una feria de arte durante las Pascuas que pasamos en la Barceloneta. Ahora que lo pienso, parece obvio que no tenía nada que ver con la escultura. Me recordaba al futón de Ikea que había bajado a la acera por fin unos años antes, pero no había ninguna rotura irregular en la superficie pulida, sólo una especie de brazo chato y articulado.
Podía haber formado parte de una colección, si él había sido coleccionista, que no fue. Tampoco formaba parte de ningún hobby, ya que él nunca estuvo por esos caprichos. Había sido terriblemente sobrecogedor descubrir el poco espacio que en realidad habitaba.
Así fue que me sentía reacia a deshacerme de este molesto trozo de madera. Había espacio de sobra para su memoria, y aún así me parecía que faltaba algo. Quizás faltaba algo en mí porque era incapaz de nombrar al objeto, y mucho menos dotarle de alguna finalidad o sentido. Y sin embargo, le había pertenecido. Lo había colocado allí en algún momento, por alguna razón, y yo no sabía porqué.
Desde luego, no fue como encontrar la llave de una cerradura no identificada, o un paquete de cartas de amor, o una caja de látigos y cadenas, pero resultó igual de desconcertante. Si le hubiese preguntado, podía haber contestado fácilmente, -No es mía, será tuya -o –¡Siempre me olvido de preguntarte para qué sirve!- Pero ahora permanecía al lado de la escultura de la Dama Embarazada (de un Niño), e inmediatamente empezó a burlarse de mí. Qué egoísta tiene que ser una para desconocer el origen de esta cosa de madera, qué significado tenía para él, cuál era su historia, bajo qué circunstancias llegó a poseerla. Obviaba esa gente de sus álbumes de fotos -no hay más que abrir las anillas y desaparecen páginas completas- y aquellos nombres de sus viejas agendas, pero este taco de madera con sus suaves curvas y ensambladura -¿formaba parte de algún tren de juguete?- permanecía inmune sobre la estantería, poniendo en duda nuestro tiempo juntos, desdeñando el hogar que habíamos construido, ridiculizando mi pérdida.
Cada mañana, de camino a la cocina, acostumbraba detenerme al lado de la estantería, quitarme las legañas y mirar fijamente a la cosa de madera, instándola a revelarse ante mí. Se convirtió en lo primero que veía cuando encendía las luces al llegar a casa por las tardes. De madrugada, mientras sopesaba regresar al descanso esporádico de los oscuros sueños e insomnio, volvía a encontrarme de pie ante ella, mirándola, contemplando el hecho de que las cosas pudieran formar parte íntegra de mi vida y luego no formar parte siquiera de la vida.
Consideré quitarla de la estantería y guardarla en el armario, pero cuando la alejé de la escultura de la Mujer Embarazada (¡Es Un Niño!), tuve una premonición violenta que me envolvía en pena y culpabilidad. Volví a poner el anodino objeto de madera en su sitio y sentí un enorme alivio. Di un paso atrás, y cuando la volví a mirar, lo hice con ternura. No me saltaron lágrimas a los ojos, no se contrajo mi garganta, no me sentí triste, ni enfadada, ni siquiera perpleja. Decidí que era repentina alegría lo que sentía, aunque no era, en realidad, más que cómodo bienestar. Y porque era algo que no había sentido en tanto tiempo, lo confundí, dejé que se confundiera, con la alegría.